El clima, los conflictos y el género
Mary Robinson, fundadora de la Mary Robinson Foundation – Climate Justice y presidenta de The Elders, un grupo de líderes mundiales creado por Nelson Mandela, es una apasionada defensora de la igualdad de género y de la acción contra el cambio climático. Fue la primera mujer Presidenta de Irlanda, Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos y Enviada Especial del Secretario General de las Naciones Unidas para el Cambio Climático. El 5 de julio de 2019 intervino en un debate de alto nivel de la OSCE en Viena dedicado a las mujeres como víctimas y heroínas de la crisis del cambio climático.
Usted ha hecho tantas cosas en su vida: ¿qué la llevó a convertirse en una apasionada defensora de la lucha contra el cambio climático?
Soy la primera en admitir que llegué muy tarde al cambio climático. Cuando desempeñé el cargo de Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos y me dediqué a trabajar por los derechos económicos y sociales en los países africanos, la cuestión del cambio climático era un llamamiento que estaba muy directamente relacionado con los derechos humanos. Porque escuchaba a la población local (sobre todo a mujeres, aunque no exclusivamente) comentar lo imposible que les resultaba entender lo que estaba sucediendo, y preguntaban: “¿Nos estará castigando Dios?” Pero lo que en realidad estaban diciendo era: “No sabemos cuándo sembrar, ni cuándo cosechar, sufrimos largos períodos de sequía, seguidos de inundaciones repentinas que destruyen las escuelas”, etcétera. Estas son las personas sobre las que escribí en mi libro Climate Justice: Hope, Resilience and the Fight for a Sustainable Future (Justicia climática: Esperanza, resiliencia y lucha por un futuro sostenible).
Así que mi primer impulso fue el de lograr una comprensión de las dimensiones de los derechos humanos y el género. El segundo consistió en informarme a conciencia sobre los aspectos científicos y eso realmente me impactó. Pero aún quedé más impactada cuando el pasado mes de octubre recibimos el contundente informe del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático, relativo al objetivo establecido en París de lograr un calentamiento no superior a 1,5 grados. El informe advierte de que existe una gran diferencia entre mantenerse en 1,5 grados y llegar a los 2 grados. Porque es precisamente en ese punto cuando ocurrirán cosas verdaderamente terribles: los arrecifes de coral desaparecerán, el hielo del Ártico prácticamente desaparecerá también y el permafrost comenzará a derretirse de forma alarmante, con la consecuente liberación no solo de carbono sino de metano, que es mucho más peligroso que el carbono. Por ese motivo, la recomendación y el consejo de los científicos fue que el mundo entero (no solo los pequeños estados insulares) no debía sobrepasar los 1,5 grados de calentamiento; debemos permanecer, todos, en ese nivel.
Según la comunidad científica, eso significa que para 2030 tendremos que haber reducido las emisiones de carbono en un 45 por ciento. Nos quedaban 12 años para lograrlo el pasado octubre, ahora ya son solo 11 años. Y no veo que se actúe con urgencia. No veo que la gente se lo esté tomando con la seriedad que el asunto se merece. Las emisiones de carbono aumentaron el año pasado y también lo harán este año.
Y ya estamos viendo los efectos: notamos que está haciendo mucho calor; somos testigos de los incendios forestales. También estamos viendo cómo todos estos “puntos de no retorno” se acercan cada vez más rápidamente. El Ártico preocupa mucho; la situación en la Antártida es muy preocupante. Viajaré a Groenlandia en agosto y me dicen que esa zona podría ser como el canario de los mineros [señal de peligro de muerte] porque la capa de hielo que recubre su superficie parece estar derritiéndose aún más rápido y eso provocaría un aumento del nivel del mar.
Más tarde, el pasado mes de mayo, nos llegó otro informe sobre la extinción de especies, en el que se nos advierte sobre la extinción masiva de especies a la que nos enfrentamos y de la que ya estamos siendo testigos. Todo ello se debe al cambio climático antropogénico. Y, sin embargo, seguimos sin tener ninguna urgencia.
¿Cómo debería trasladarse esa urgencia a la labor de la OSCE?
Creo que la OSCE, como organización que se ocupa principalmente de la seguridad en la región, debería integrar aún más la concienciación, desde el punto de vista científico, sobre el cambio climático y sus posibles efectos en los conflictos.
De lo que estoy plenamente convencida ahora es de que, debido a esos dos informes y al hecho de que no se puede negociar con la ciencia, tenemos que aceptar las recomendaciones de los que han estudiado el asunto y sus consejos y advertencias. Esa es la cuestión, ahora ya no se trata de que la Agenda 2030 sea totalmente voluntaria o de que el Acuerdo de París sobre el cambio climático sea casi voluntario. Ambos documentos se han convertido en un imperativo, porque la ciencia los avala. Y los tenemos que poner en práctica los dos, en su totalidad y con mucha más ambición.
Estamos sufriendo una crisis muy real. ¿Qué significa eso para los conflictos? Ya estamos viviendo desplazamientos de personas debido a las sequías, a las graves inundaciones y al calor. La gente ya no puede vivir donde vivía. Esta va a ser la situación con cada vez más frecuencia. El agua escaseará cada vez más. Presenciaremos un aumento de los conflictos por ello. Considero positivo que el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas se ocupe ahora con más tesón del cambio climático. El vínculo existente entre ambas cuestiones es absoluto.
Cuanto más reconocemos que nos enfrentamos a una amenaza existencial a causa del cambio climático, más evidentes se vuelven las implicaciones para la seguridad y tenemos que establecer esa conexión con más frecuencia. La OSCE debería esforzarse sin ambigüedades en integrar el clima en los debates sobre los conflictos, y disponer de una fuerte dimensión sobre las cuestiones de género, porque esos tres puntos son muy pertinentes.
¿Cómo afecta el cambio climático particularmente a las mujeres?
Hay muchísimos estudios que demuestran que las mujeres se ven afectadas de una manera desproporcionada por cualquier impacto climático, como los ciclones o las inundaciones, porque llevan faldas largas, no trepan a los árboles, mantienen unidos a sus hijos y llegan a morir por ello. Creo que cuando ocurren graves catástrofes, mueren 14 veces más mujeres que hombres.
Las mujeres y niños fallecen en esas situaciones de manera desproporcionada. También se ven afectadas por sus diferentes roles sociales. Son las mujeres las que tienen que llevar comida a la mesa, son ellas las que han de ir cada vez más lejos a por agua, las que tienen que lidiar con el estrés causado por el deterioro de una ya de por sí profunda pobreza por culpa de esos impactos y catástrofes, contra los que no pueden luchar por falta de recursos.
Sin embargo, lo que he aprendido es que ellas, las propias mujeres, son mis verdaderas heroínas, las que se tienen que enfrentar a situaciones como esas, las que tienen valor y resiliencia para formar un grupo, empezar de cero, obtener un microcrédito, mendigar, formar una comunidad, empezar a plantar árboles, hacer cosas nuevas y aumentar su resiliencia.
Ellas conforman las principales historias de mi libro. También tengo un podcast, que se llama Madres de la invención, donde entrevistamos a mujeres extraordinarias de todo el mundo, principalmente del sur, aunque cada podcast contiene una mezcla de mujeres del norte y del sur, y he aprendido tanto sobre lo que podría ser una excelente solución feminista a un problema causado por el hombre.
¿Puede contarnos algunos de los ejemplos más inspiradores que ha visto de mujeres enfrentándose al cambio climático?
Permítame repasar algunos ejemplos de mi libro. La primera persona que se cita en el libro es Constance Okollet, de Uganda. En 2009 Constance se dio cuenta de que las lluvias que se avecinaban eran desproporcionadamente grandes e iban a afectar su aldea, que comenzó a inundarse, y eso la obligó a huir de casa y marcharse a zonas más altas situadas a una distancia considerable. Cuando regresaron a la aldea, todas las casas habían sido destruidas; la escuela estaba en ruinas; la única casa que aún se mantenía en pie era la suya, y terminó acogiendo a 26 personas que durmieron allí con ella, todos parientes que estaban en una situación peor que la suya. Y después formó un grupo de mujeres para tratar de salir adelante.
Tengo otros dos ejemplos en mi libro de los Estados Unidos, escogidos deliberadamente. Uno ocurrió después del huracán Katrina: se trata de una peluquera, Sharon Handshaw. Conocí a Sharon en Copenhague. Se hizo amiga de Constance (Constance la llamaba “Mississippi girl”). Lo que ocurrió fue que Sharon regentaba una peluquería en el este de Biloxi, en la costa, en los barrios más deprimidos de la ciudad, de población afroamericana. Su padre era predicador local y su peluquería era el lugar de encuentro para las mujeres: allí se hacían la manicura, se peinaban, etcétera. Pero quedó completamente destruida, al igual que su casa. Consiguió una caravana en la que poder vivir, que le fue proporcionada por la Agencia Federal de Gestión de Emergencias, pero tuvo que pasar por la misma situación de humillación, mendigando comida, mendigando para sobrevivir y, en realidad, haciéndose más resiliente.
La otra historia estadounidense tiene lugar en Alaska: Patricia Cochran, una científica natural de Alaska, que se dedica a la observación de la erosión causada por el agua marina y que está constatando que la población va a tener que abandonar sus aldeas. Pero no hay subvenciones para eso. Patricia nos habla como científica sobre lo que ha estado percibiendo a lo largo de los años.
Otra de las historias procede del norte de Suecia: Jannie Staffansson, que se dedica a la cría de renos, pero también es licenciada en Química por la Universidad de Gotemburgo. La conocí en París, donde pronunció un magnífico discurso, y la volví a ver en el Parlamento Europeo, donde también hizo una gran exposición. Describe que los cambios de temperatura son muy peligrosos para los renos y los pastores. Lo que ocurre es que los renos, cuando hace frío y el terreno está nevado, pueden oler el forraje aunque se encuentre enterrado bajo gruesas capas de nieve; gracias a eso pueden cavar y alimentarse. Pero si las condiciones meteorológicas cambian y hay un calentamiento, y luego vuelven a cambiar, a menudo se forma una fina capa de hielo entre la nieve caída, y los renos no pueden oler a través del hielo. Así que se ven obligados a alejarse cada vez más y los pastores han de ir con ellos. A veces ocurre que los renos caen al agua porque atraviesan con su peso las delgadas capas de hielo y los pastores, también muy a menudo, llegan a morir para rescatarlos o los han de abandonar para salvarse ellos. Se trata de otro caso más de transformaciones muy impactantes para unas comunidades vulnerables.
Hace dos años, cuando escribía este libro, había que esforzarse para encontrar comunidades vulnerables. Ahora podría ir a España y encontrar incendios forestales, podría ir a Suecia y encontrar incendios forestales: la verdad es que ya ha dejado de tratarse de un fenómeno periférico, como lo era en el pasado. La devastación se está convirtiendo en algo cada vez más común.
Construyendo una Comunidad
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